Por: María Isabel Capiello
Helena tiene 65 años, y aún no aprende a hacer el doble click. Cada vez que lo intenta su dedo índice permanece en un absurdo sopor, negado a aquel golpecito acelerado que, sobre el icono de Mozilla, le abriría las puertas al mundo virtual. Hay que entenderlo: su dedito índice tiene miedo y razones no le faltan. Tras haber pasado por la dureza de las teclas de una Remington, y del minúsculo botón de play en aquel archimoderno dvd, sabe que jamás volverá a ser el mismo. Y eso asusta a cualquiera.
“Mamá, pero si no es tan complicado. Mira…”, le digo con impaciencia y mi dedito índice presume de su rapidez supersónica sobre el ratón. “Trata otra vez, vamos tú puedes”, insisto con vehemencia pero la dosis comprensión se me agota al décimo intento frustrado. Houston we have a problem.
“Quizás sea un problema didáctico, quizá esto de dar clases tecnológicas no se me da”, pienso y decido llamar a uno de mis hermanos para ver cómo la patética escena se repite con alarmante precisión de hijo a hijo. Y que conste que somos siete. Lo que en un principio sería una pequeña lección básica sobre el e-mail se ha convertido en una empresa titánica.
Helenita se frustra, se cansa, se queja: “Este aparato no funciona, búsquense otro”. Claro, el problema está en el pobre ratoncito, pero tras dos horas de ensayo y error no hay cabida para el autoengaño, y entonces brota en llanto la autocompasión: “Ay, es que estos peroles los hacen demasiado complicados. Yo no sé para qué inventan tanto, sino te llamaré por teléfono o te mandaré alguna cartica y ya está. Eso del e-mail igual es muy impersonal”.
¿Y para qué sirvió el ilustrativo esquema que le dibujé en una hoja blanca de manera que supiera a cuáles opciones acceder? ¿Y qué pasará cuando esté lejos en Pamplona y necesite que me envíe algún documento escaneado? ¿Todo en vano por un terco dedito índice? ¿Dónde queda todo esto de la nueva tecnología cuando por más de voluntad de progreso que exista, habrá algunos que por “defecto de fábrica” jamás podrán acceder a ella?
Se dice muy fácil: es cuestión de costumbre, de práctica, de apertura. Abundan manuales en la red, libros como Internet for Dummies, clases especializadas, computadoras con interfaces muy sencillas, pero en el fondo para algunos como mi queridísima madre, internet siempre será una utopía inalcanzable. Las nuevas tecnologías exigen un cambio de cultura que dista de ser inmediato. Y en dicho maremágnum de transformaciones unos cuantos se ahogan.
Lo peor es cómo dejamos que se hundan. Desde la prepotencia del que asume lo que sabe como mero “sentido común”, desdeñamos su torpeza como si nosotros mismos jamás hubiéramos experimentado aquella ridícula escena en la que un monje no sabe leer un libro porque ya está acostumbrado al pergamino. Chicuelos: temo decirles que todos hemos sido eso monje alguna vez.
En esto de la evolución cibernética prevalece nuevamente la teoría Darwiniana: sólo sobreviven los más aptos, y los otros, esos infortunados (seguramente casi todos ya sexagenarios) que se quedaron en la web 1.0 o peor aún, que ni siquiera aprendieron a entender la interfaz de una PC, permanecerán dentro de una frágil burbuja obsoleta.
El nuevo paradigma de la e-comunicación coexiste con viejas usanzas y creencias, pero su arrollador impacto crea en aquellos que ya no pueden cambiar, un desfase. Mi mamá aún va al banco para realizar un depósito, y cuando alguna diligencia inevitable le exige enviar un correo electrónico el mundo se le viene encima. Y si no fuera porque tiene a siete hijos dispuestos a hacerlo por ella ¿qué haría Helenita? ¿Cómo sobreviviría en este mundo digital?
Helenita aún busca los teléfonos en las páginas amarillas, Helenita no puede tramitar la solicitud del pasaporte por sí sola, pues ha de hacerlo desde una computadora, Helenita –mi sabia y erudita madre que hasta hace una década era una autoridad en resolver problemas- tiene las manos atadas, y es hoy, más vulnerable que nunca.
Sus poemas, esos que escribió a mano y sobre papel cebolla con vocación de escritora amateur, permanecen en un cajón polvoriento con la ilusión de que en algún momento le publiquen un librito. “Mamá pero si ya no hace falta que lo impriman en una imprenta, podemos divulgarlos en un blog”, trato de hacerle entender. Pero nuestra pobre heroína trágica considera todo aquello demasiado etéreo e inalcanzable.
Y así, mientras el mundo late en facebook, messenger, twitter, google, wikipedia y un sinfín de herramientas más, deambulan entre nosotros los nuevos desvalidos de la era de la información. Los leprosos de la web 2.0, los que se quedaron atrás en la carrera tecnológica. Y su fragilidad sólo encontrará consuelo si tienen a su lado algún cibernauta que se apiade y les tienda una mano.
Porque sino Helenita jamás podrá fungir su rol de usuario. Estará condenada a ser una espectadora silente, un cero a la izquierda, una terrícola olvidada. Y ello por culpa quizás de Bill Gates, pero sobre todo de un diminuto pero muy terco dedito índice.